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Una presencia que cambia
Miré y no
podía creerlo. Éramos sólo cinco personas dentro de la Capilla Sixtina.
Afuera, una tarde de octubre romano caía, azulada y ruidosa, detrás de las
colinas del Gianícolo. Adentro, un invitante silencio obligaba a recorrer la
historia de muchas aventuras humanas y divinas en un sitio de la culminación
de la belleza. ¡Cinco personas! En realidad no fue ningún milagro encontrar
ese tesoro sin la consabida conglomeración y sin las fastidiosas colas.
Corrían los días de un sínodo de obispos convocado por Juan Pablo II y como
secretario de la delegación argentina a esa reunión, me tocaba estar a lo
largo de todo ese mes en Roma. Por deferencia del cardenal Pironio, pudimos
ir por la tarde de un sábado, libre de reuniones, a recorrer esa maravilla a
nuestras anchas. Entre los cinco se contaba también el cardenal Primatesta,
en ese tiempo Presidente de la Conferencia episcopal argentina. A pesar de
la solemnidad del lugar no pude dejar de caer en la tentación de estirar mi
cuerpo en el piso, con mi cabeza arriba y a lo largo, y dejar de ese modo
que mi vista recorriera libremente los frescos del techo más hermoso del
mundo. Así, sin
guardias y guías, gozaba desde mi privilegiado punto de observación, las
figuras dinámicas y vigorosas que salen de los paneles y se desbordan
precipitadamente. Parecen pintadas sin haber sido acabadas del todo para que
el espectador la complete en su retina. Por un
instante recordé que Michelángelo pensó que pintar ese lugar era para él un
salto al vacío. Había dicho a un amigo florentino, en 1509: “La mia pintura
morta difendi ormai e´ il mio onore, non sendo in loco bon, né io pittore”.
Era evidente que el artista no se sentía en su lugar y no se reconocía, a sí
mismo, como pintor. El era conciente que tenía delante una inmensidad de
incógnitas. También yo me formulé muchas preguntas desde donde estaba ¿Qué
vería Michelángelo a veinte metros más abajo, que es la altura de la
Capilla, donde plasmaría después una compleja articulación de escenas? ¿Cómo
daría una visión unívoca a una fragmentación de escenas diversas? ¿Cuáles
escenas bíblicas elegiría? ¿Cómo simplificar las secuencias del Antiguo
Testamento para que resalten la prefiguración del Nuevo? Hay escenas
complicadas, como la de “La borrachera de Noé” o la del “Diluvio” o la del
“sacrificio de Noé” al lado del arca apenas construida. Sin embargo nada hay
allí que no tenga armonía. Pero mi vista
se detuvo allá, donde el impacto dramático golpea fuertemente más allá de
las dimensiones espaciales y de los colores. Allá donde el genial artista
plasmó la secuencia de la inagotable pregunta de Dios a Adán, después del
pecado original: “¿Dónde estás?” El relato
bíblico dice así: “Al oír la voz del Señor Dios que se paseaba por el
jardín, a la hora que sopla la brisa, se ocultaron de él entre los árboles
del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo ¿Dónde estás? Oí
tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo.
Por eso me escondí” (Gen. 3,8-10). Pregunta que
evoca un infinito. “¿Dónde estás” Y allí, en
Capilla Sixtina, acostado sobre el pavimento y fijando la mirada en esa
escena, sentí que estaba dentro del drama de Adán interrogado por el
Creador. Sin dudas que
Michelángelo tuvo inspiración divina. ¿Cómo si no, el espectador, de la
Capilla sixtina puede elevarse tan fácilmente a la presencia celestial desde
su butaca de tierra? “¿Dónde estás?”, resuena en el oído al ver la escena.
“¿Dónde estás?”, sueno y resuena, y entonces, el pensamiento se traslada
desde la belleza del sofito hasta la verdad que Dios revela en esa pregunta.
¿Cómo debe
interpretarse que el Dios omnisciente le haya preguntado a Adán: “¿Dónde
estás?” ¿No lo sabías acaso? ¿Cómo Dios interroga al hombre una ciencia más
que conocida por Él? ¿Cómo Dios le pregunta a Adán dónde está, si El lo
sabe? En la Biblia
las palabras escritas son eternas. Abrazan todos los tiempos. En cada época,
en cada momento, Dios interpela al hombre de siempre y al de hoy,
representado en Adán, “¿Hombre dónde estás tú en el mundo?” “¿Hasta dónde
llegaste en este mundo?” “¿Dónde te encuentras en tu espacio?” ¿qué estás
haciendo? En la escena del génesis Dios busca a Adán que se ha escondido y
hace sentir su voz en el jardín donde él está. Eso no significa que no lo
sepa y que sea posible esconderse de Él. Se trata solamente del punto de
partida del escritor bíblico para recordarle al hombre la conducta llevada
hasta aquél momento. Un espejo para que recuerde la falta de seriedad, la
superficialidad vivida y la ausencia de responsabilidad en su alma.
La pregunta
objetiva de Dios tiene siempre una dirección personal y eterna al mismo
tiempo. Para Adán y para todos. Cuando Dios
interviene en la Biblia con una pregunta de este género no es para que el
hombre le haga conocer algo que él ignora. La hace porque desea provocar en
el hombre una reacción comprometedora a través de una pregunta, con la
condición de que golpee su corazón y que éste se deje golpear. Adán se
esconde para no dar cuentas, para huir de la responsabilidad de su propia
vida. Así mismo lo hace todo hombre en la situación de Adán. Para huir de
las responsabilidades de la vida, la existencia humana viene a transformarse
en un sin fin de escondites. De este modo el hombre patina siempre más
profundamente en la falsedad, en la mentira ¡Pero no puede huir de Dios!
¡Sólo se esconde ante sí mismo! Un hombre,
bien vestido, elegante, le dio a un mendigo dos billetes grandes. – Toma, amigo
–le dijo– con esto tienes para comer y beber bien y te sobra para comprarte
buena ropa. El mendigo no
podría creerlo. Tomó los billetes, levantó su gorra en señal de
agradecimiento y se marchó buscando un buen restaurante. Comió y bebió como
no recordaba haberlo hecho en años. Al partir,
satisfecho, dejó una muy buena propina al mozo. El hombre
bien vestido que le había dado la abundante limosna, observaba la escena con
una sonrisa en la cara. – ¡Ah –dijo–
vivimos en un mundo feliz! Todos están contentos: el mendigo pobre porque ya
no tiene hambre; el propietario del restaurante porque acaba de tener un
buen cliente; el camarero porque hizo una buena propina, y ¡yo también estoy
contento, porque los billetes que le dí eran falsos! Reflexiono
ahora un poco tras este cuento: ¿No es acaso tratar de esconderse en el
jardín? ¿No he sido protagonista alguna vez de trampas para salir del paso y
acomodar mi conciencia? La pregunta divina “¿Dónde estás?” podría traducirse
muchas veces en “¿Qué haces?” “¿Por qué te haces trampa a ti mismo?” “¿A
quién engañas?” “¿Por qué te engañas?” Sin embargo
el hombre algo conserva dentro de sí, que lo busca, aunque le cueste
encontrarlo. Es propio en esta situación que lo toma de sorpresa la palabra
de Dios: “¿Dónde estás?” Tiene por finalidad sacar al hombre de su
escondite, hacerle ver la ruta equivocada, hacerle nacer en él un ardiente
deseo de salir de allí. La voz de
Dios es la voz del silencio parecida a un soplo. Pero es difícil sofocarla.
La pregunta “¿Dónde estás?” no es de reproche, es de salvación. Me interroga
para advertirme. Me contó
cierta vez un sacerdote norteamericano, compañero de estudios en Roma y que
se desempeñó antes como misionero en África, que viajaba cada dos o tres
semanas en bicicleta, a través de la selva desde su misión hasta un pueblo
cercano, en busca de alimentos y productos de primera necesidad. El viaje
duraba alrededor de dos días, ida y vuelta, y habitualmente dormía una noche
en el camino. En uno de
esos viajes, me relató que llegó al pueblo y fue al correo a cobrar un giro
que le enviaban mensualmente sus amigos de los Estados Unidos. Compró
medicamentos con parte del dinero y luego emprendió su viaje de regreso a la
misión. Cuando estaba por partir a la misión, vio una pelea entre dos
hombres; uno de ellos estaba gravemente herido. Lo curó de sus heridas y
después partió a su casa. Como lo hacía habitualmente descansó una noche a
mitad de camino y llegó sin ningún inconveniente. Dos semanas después repitió el viaje. Al llegar al pueblo, le salió al encuentro el hombre que había curado en aquella oportunidad. Le dijo que él sabía que la otra vez llevaba dinero y remedios. Y añadió: – Algunos
otros hombres del pueblo y yo lo seguimos hasta el lugar donde usted
habitualmente duerme. Teníamos la intención de robarle lo que llevaba
encima. Y cuando nos disponíamos a sacarle todo nos sorprendió que lo
rodearon veintiséis soldados armados. Al oír esto,
el sacerdote rió. Al contármelo noté que su rostro se transformaba al
instante. Pero continuó diciéndome que le dijo a aquél hombre que eso era
imposible porque viajaba solo. El hombre
insistió. – No padre.
Yo no fui el único en verlo. Usted dormía y mis cinco amigos vieron también
a los guardias. Los contaron: eran veintiséis. Nos asustamos y huimos. Entre
sorprendido e incrédulo, siguió haciendo lo suyo. Al cabo de
unos meses, cuando terminó su misión en África, regresó a su parroquia de
Michigan. Entonces, decidió compartir esa experiencia con sus feligreses en
la homilía del domingo. Cuando el sacerdote llegó al punto de lo que le
había dicho con tanta seguridad aquél hombre, que había visto a veintiséis
guardias armados alrededor de su catre de campaña mientras dormía, uno de
los que estaban allí, en la misa, se levantó y lo interrumpió. Le preguntó
al sacerdote que recordara el día exacto en que ocurrió aquello. El
misionero lo recordaba bien. ¡Cómo no recordarlo! Dijo el día y el mes. Y el
hombre que se había levantado prosiguió: – La noche
que usted relata lo que le sucedió en África, era aquí de día. Estaba yo, en
ese momento, jugando plácidamente un partido de golf. Pero en ese instante
sentí una imperiosa necesidad de rezar por usted. Nunca había sentido esa
llamada tan fuerte, tan intensa. Llamé a algunos amigos del grupo de oración
para que se reunieran conmigo en la capilla del Santísimo para rezar por
usted. Y así lo hicimos. Me gustaría que los que vinieron aquél día
memorable, se levantaran ahora. Y así lo
hicieron, El sacerdote no se fijó quienes eran. Estaba muy ocupado contando
cuántos eran… ¡Sumaban exactamente veintiséis! Luego, este
amigo sacerdote hizo un retiro espiritual. El suceso de África le resultó
una pequeña anécdota a comparación con lo que había sucedido en su
parroquia. En los ejercicios espirituales el sacerdote aprovechó la
enseñanza recibida como una llamada a la confianza en la oración. No fue un
suceso de reproche, se trató de una ocasión de salvación. Fue un
interrogante: “Haces mucho por esa gente. Has dejado a tu familia, a tu
parroquia, a tu gente para ayudar a los de aquí”. Ahora yo te pregunto:
“¿Dónde estás tú?” “¡A ti te pregunto!: ¿Dónde estás?” Por primera
vez me induje en este tema apasionante cuando leí a Martín Buber. El
filósofo que resistió al nazismo con la palabra y con los escritos. En su
obra “Él camino del hombre” se introduce en la profundidad de la pregunta,
al relatar el diálogo entre un comandante de la guardia de la cárcel y un
rabino prisionero. Volviendo al
relato del Génesis: Adán afronta la voz, reconoce su trampa y confiesa: “Oí
tus pasos en el jardín ( ) y tuve miedo ( ) Por eso me escondí”. El retorno
decisivo a sí mismo es en la vida del hombre el inicio del camino, el
siempre nuevo inicio del camino humano. La pregunta
de Dios a Adán conlleva tres recuerdos incluídos, que los antiguos sabios
reconocían: conoce de dónde vienes, a dónde vas y delante de quien deberás
un día dar cuenta de tus actos.
Regreso a la Sixtina Comenzamos el
relato, con la meditación sugerida por Miguel Ángel, allá arriba, a veinte
metros de altura. Sí. Regreso a la Capilla Sixtina. Recorro distraídamente
el resto de las tenues figuras en mil doscientos metros cuadrados de
frescos. Los había visto ya una y mil veces. Ahora, en cada uno de ellos se
desenvolvía además un interrogante que conduce a la acción: “¿Dónde estás?”
“¿Por qué te escondes?” Sólo el “Juicio Final”, allá al fondo, lograba ser
la voz que deshace los otros olvidos: a dónde voy y ante quien deberé dar
cuentas. Pero eso vendrá después. A semejanza de Michelángelo que pintó El
Juicio Final treinta años después, entre 1535 y 1541. El juicio que me harán
vendrá después. Ahora, sólo
debo responder a la pregunta que desde allá arriba, a 20 metros de mi puesto
de observación, me hacía Dios: “¿Dónde estás?” Difícil tarea que me llevará
toda la vida. Por fortuna es la misma Belleza quien la realiza. Y entonces
para responder, recobro la confianza de su esplendor. Hoy a
nosotros, a comienzo de la Cuaresma, la pregunta es la misma: ¿Dónde estás?
¿Qué has
hecho de tu vida? ¿Por qué te
escondes? Quiera Dios
que la respuesta que daré sea la del mismo Pedro: ¿A dónde iré,
Señor, si sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”.
Pbro. Dr. Ariel D. Busso
Homilía en la Santa Misa de Pascua de Resurrección 2009 |
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